con mi gruesa voz alegre:—«¡Rompa, rompa, que está pago!» ¡Y ningún orgullo semejante á aquél! Yo había dado, pues, el brazo á Irma, conduciéndola á su asiento en una de las cabeceras de la mesa, y fuí, menos Rozsahegy, el último en ocupar su sitio. No habían puesto tarjetas indicando la colocación de los convidados, y Ferrando, no sé si distraído ó presuntuoso, quiso sentarse junto á Eulalia. Irma, que vió esto, corrió hacia él, le golpeó amistosamente el hombro, y le dijo:
—Permite, permite...
Y cuando el otro se apartó, desconcertado, me llamó á mí, indicándome la silla y diciendo:
—Sienta... sienta aquí... Al lado novia.
Tal fué el parte oficial de nuestro compromiso, que aguó el probable discursito de Rozsahegy.
Eulalia se moría de vergüenza... y yo también, porque jamás me he visto en una situación más ridícula, situación que hubiera sido intolerable, sin el desconcierto del infeliz Ferrando, que no sabía lo que le pasaba ni cómo debía tomar semejante salida. Lo miré, y unas atroces ganas de reir me asaltaron de pronto, haciéndome olvidar mi propia desventura. Ferrando, ciego, buscaba dónde sentarse, tropezaba con muebles y personas, sin comprender que nadie le observaba sino yo y la señora de Coen, y pensaba evidentemente en marcharse á la francesa, como gato escaldado, cuando ésta última, compadecida ó resuelta á consolarse con él de mi indiferencia, lo llamó junto á su redonda persona, á sus ojillos miopes y parpadeantes, á su traje de colores deslumbradores, á sus manos regordetas anquilosadas por los anillos, á su descote en que los brillantes parecían