—No, pero... ¿Qué cree usted que pensaría la mujer de César?
—No colijo...
—Pues... que César no debería ser sospechado, él tampoco.
La miré como haciéndola un montón de promesas y juramentos, y, por fin, murmuré, decisivo:
—Es preciso que me autorice...
—¿Á qué, Mauricio?
—Á pedirla á sus padres.
Fijó en mí los ojos, tan vagos, tan empañados que temí verla desmayarse.
—Sí, Mauricio—murmuró apenas.
Y el «Mauricio» sonaba en su boca como una caricia de sus labios, porque ese nombre, mi nombre, debía haber sido besado mil veces al pasar por sus labios, aunque su estructura parezca no prestarse al beso tanto como otras, Pepe, por ejemplo, que son dos besos seguidos.
—¡Pues, esta misma noche!—dije.—Mañana...
á más tardar...
El grupo de los jóvenes, viendo que la montaña no se acercaba á ellos, se acercó á la montaña, saliendo del comedor. Fuí buen príncipe, ayudando á formar la rueda y reanudando la conversación general, de modo que Eulalia pudo recobrar su sangre fría. La señora de Coen me lanzó una indirecta como un mazazo:
—¡No hay como la soledad para los idilios!
—Oh, señora, cuando yo tenga un idilio, le aseguro que estaré más y menos solo que hoy.
—No entiendo...
—¡Eh! así son los idilios... nadie los entiende, sino el que los hace ó el que goza de ellos...
Los demás, cuando mucho, aciertan á echarlos á perder, por indiscreción ó por... competencia.