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que, según creo, no he llegado á salir nunca.

Las hazañas de Diego Corrientes, de Rocambole, de José María, de Men Rodríguez de Sanabria, de d'Artagnan, del Churiador, de don Juan y de otros cientos, eran para mí motivo de envidia, y sus peregrinas epopeyas formaban mi único bagaje histórico, sociológico y literario, pues el Facundo quedaba fuera de mi alcance y la Historia del Deán Funes me aburría como un libro de escuela. El universo, más allá de Los Sunchos, era tal como aquellas obras me lo pintaban, y al que quisiera hacer buena figura en el mundo, imponíase la imitación de alguno de los admirables personajes, héroes de tan estupendas aventuras, siempre coronadas por el éxito. Cambiábamos libros con Vázquez, desde que la conciencia de nuestro propio valor nos hizo amigos; pero yo estimaba poco lo que él me daba—narraciones de viaje y novelas de Julio Verne, principalmente,—mientras que él desdeñaba un tanto mis divertidas historias de capa y espada, considerándolas tejido de mentiras.

—Como si tus «Ingleses en el Polo Norte» no fueran una estúpida farsa—le decía yo.—José María será un bandido, pero es, también, un caballero valiente y generoso, y Rocambole era más «diablo» que cualquiera...

Sólo estábamos de acuerdo en la admiración por las «Mil y una noches», pero nuestros conceptos eran distintos: él se encantaba con lo que llamaré su «poesía» y yo con su acción, con la fuerza, la riqueza, el poder que suelen desbordar de sus páginas. Este modo de ver, esta tendencia, mejor dicho, pues era subconsciente aún, me llevó á acaudillar, como Aladino, una pandilla de muchachos resueltos y semisalvajes, que me proclamaron capitán, apenas reconocieron mi espíritu de iniciativa, mi imagina-