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humedecidos y vagos. Buscó el botón de la campanilla, tras de su espalda, con la mano izquierda, como para disimular su turbación, y no pudo menos que tenderme la derecha, que sentí trémula de emoción en la mía, seca y febril.

—¿Está dicho?

—Sí.

Un lacayo apareció.

—El té—dijo Eulalia, con voz temblorosa.—El té en el comedor.

—¿Por qué en el comedor?—preguntó Rozsahegy.—Aquí estamos muy bien.

—En el comedor, papá...—insistió Eulalia, con ese acento profundamente persuasivo que sólo saben encontrar las mujeres, y sobre todo las muy jóvenes, mezcla de orden y de súplica.

Rozsahegy no insistió, ni hubiera insistido aun tratándose de cosas de mayor importancia; en el trato social se dejaba guiar ciegamente por su hija, confiando en su discreción y en su cultura, él que no tenía el menor roce, y que sólo sabía tratar con los hombres de negocios, y sus empleados y peones.

Entretanto, los dos grupos, interesados por nuestro aparte, hacían converger sus miradas hacia nosotros, lo que me demostró que nuestra actitud no había sido tan disimulada como lo esperábamos. Supongo que Eulalia haría la misma observación, pero siguió á mi lado sin dar importancia á la curiosidad que nos rodeaba.

—¿Es cierto, Herrera? ¿Es cierto... Mauricio?...

—¡Sí, Eulalia!

—¡Oh! Si usted supiera cómo temía...

—¡Y yo, Eulalia! ¡Cuánto desearía que estuviéramos solos para decirle!...

—Ahora... cuando entren á tomar el té.