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—Sí, eso es muy importante—murmuró Rozsahegy, sin convicción.

—Papelitos impresos—murmuró Coen.

—¡Oro! ¡El oro caerá en la Bolsa como el maná en el desierto! El ministro lo ha prometido.

¡Será el maná, y los israelitas no se morirán de hambre!...

—Eso no dudo—insinuó Coen, burlón.

—Y... eso, ¿usted tiene confianza, entonces?—preguntó Rozsahegy con aire extremadamente candoroso.

—¡Absoluta!

—Yo también—apoyó don Estanislao, entre sonrisas indescifrables.—Yo también... por ahora.

Y llamó á Eulalia para decirla que hiciera servir el té, poniéndola así á mi alcance fuera de oídos indiscretos.

Me acerqué á ella y entablé el coloquio proyectado.

—¿Conque, soy un oso, no?

—«Silvestre», sí, según se dice.

—¡Vamos, Eulalia! Dejemos los árboles, y yo le demostraré que soy, por el contrario, una fiera domesticada. ¿No me cree usted capaz de abandonar la arboricultora para dedicarme al cultivo de las flores?

—¿De qué flores?

—De las más hermosas, las más gallardas, las más perfumadas... Usted, por ejemplo.

—¡Oh!—y el rubor le invadió las mejillas, mientras que un ligero calofrío le corría de los pies á la cabeza.

—Ni el momento ni el sitio parecen oportunos, Eulalia: pero, sin embargo, son favorables para quien no puede aguardar más. Hace mucho que tengo que decírselo: La quiero... Y usted, ¿me quiere? Le clavé los ojos; ella no desvió los suyos,