Un gran orador, secundado por algunos opositores de pelo en pecho, comenzó por aquel entonces una terrible campaña contra el Gobierno, tratando de demostrar que éste procedía ilegalmente en no quiero recordar qué combinaciones financieras importantes, sobre todo para las provincias. Al propio tiempo, como movimiento convergente, formábase un gran partido con todos los elementos heterogéneos que no comulgaban con la política oficial. Vi el abismo abierto á nuestros pies, cuando todo el mundo quería negarlo, pero me dije que el lado de los dirigentes era y sería siempre... el lado de los dirigentes. Los hombres de gobierno pueden verse alejados pero no suprimidos de la escena—porque forman una verdadera casta, una institución,—y los Gobiernos se renuevan con hombres que han gobernado ya, nunca, sino en muy pequeña dosis, con hombres nuevos, que no saben el mecanismo del poder. Comprendí, pues, que para no caer definitivamente, sin remedio, debía caer con los míos, y me aferré á la defensa del Presidente y su política. Grité contra aquel orador de cara de Nazareno, que hablaba con voz aflautada de mujer, armoniosa á veces, retumbante otras, y creo que, parodiando á misia Gertrudis, hasta insinué que era mulato y mal nacido... Esto no lo hacía en discursos—voluntaria y radicalmente suprimidos,—sino en simples interrupciones. Los correligionarios me estimulaban, me agasajaban para sacar las castañas del fuego con la mano del gato, pero yo sentía el gran vacío de una posición falsa, y de pronto cesé hasta en mis invectivas, buscando también el silencio y el olvido.
Poco antes, algunos diarios me atacaban, tomándome como pretexto para mesar las barbas del Presidente en persona, y presentándome como su vocero, como su alma condenada. Esto