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hubiera sospechado. Ambos llegamos tarde á la escuela, con la cara amoratada, pero él no habló ni yo me quejé, aunque me hubiera sido muy fácil la venganza. Aquel era mi primer duelo formal—toda proporción guardada,—y el duelo, aun entre muchachos, ha sido siempre para mí, no una costumbre, sino una institución respetabilísima, que contribuye eficazmente al sostenimiento de la sociedad, un complemento imprescindible de las leyes, aleatorio á veces, si se quiere, pero no más aleatorio y más arbitrario que muchas de ellas. En el caso insignificante que refiero, sirvió para zanjar entre Vázquez y yo, diferencias que con otros trámites hubieran podido llegar al odio, y que, gracias á él, no dejaron huellas, pues mi adversario no supo nunca cómo agradecer mi caballerosidad después del combate, y hasta creo que se consideró vencido, para retribuir de algún modo mi hidalguía. Los mismos tribunales, á quienes muchos querrían confiar la solución de toda clase de cuestiones, aun en el orden moral, dejan á menudo heridas más incurables y dolorosas que las de una partida de armas... ó de puños.

Esta manera de considerar el duelo—confusa é instintiva entonces, pero clara y lógica hoy—me había sido inspirada por algunas lecturas, pues ya comenzaba á devorar libros,—novelas, naturalmente.—Y si Don Quijote me aburría, porque ridiculizaba las más caballerescas iniciativas, encantábanme las otras gestas, en que la acción tenía un objeto real y arribaba á un triunfo previsto é inevitable. No me preocupaban las tendencias buenas ó malas del héroe, su concepto acertado ó erróneo de la moral, porque, como el obispo Nicolás de Osló, «me hallaba en estado de inocencia é ignoraba la distinción entre el bien y el mal», limbo del