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la buena señora alzó de pronto la voz y, encarándose conmigo, que estaba al otro extremo de la mesa:

—¡Herrera! ¿Por qué no nos repite el discurso? Eulalia se puso roja, y apenas acertó á murmurar:

«¡Mamá, por Dios!» Yo, sonriendo, para no dar importancia al despropósito que ya provocaba disimuladas pero irresistibles risas, repliqué:

—No es el momento, otra vez... Son ustedes de una amabilidad tan exquisita y esta reunión es tan agradable, que no hay que turbarla sino con palabras de agradecimiento. Brindemos, pues, por los dueños de casa.

Eulalia me agradeció con una sonrisa y una mirada en que se mezclaban la emoción y la alegría. Creo que me consideró un héroe.

Ferrando, que volvió conmigo en el tren, me dijo en tono confidencial, probablemente para quitarme las ganas:

—La muchacha es un coquito, pero lo que es el «gringo» no la larga á dos tirones... El que la pretenda tiene que «hamacarse»... y ser muy rico. ¡Es natural!... Un millonario como Rozsahegy...

—Sin embargo, creo que usted no pierde la esperanza—observé, riendo.

—Sí, pero la chica «no las va» por ahora...

y los viejos tampoco... Veremos después... Lo único que me da ánimo es que el «gringo» se «pirra» por entrar de veras en la buena sociedad, donde apenas si lo admiten de vez en cuando, como de lástima, y eso sólo en las kermesses y en las fiestas de caridad, en que la entrada es libre para todo el mundo... Con mi nombre y mi familia...

Y desarrolló largamente el tema de su nobleza, él, cuyo padre había sido mercero en la calle