dedos, una voz argentina, convincente y subyugadora, que subrayaba siempre su linda, su graciosa sonrisa de buen humor, y un cutis terso, blanco, sin mancilla, ligeramente matizado de rosa. Parecíame mucho más bonita que María Blanco, sobre todo mucho más mujer y mucho más niña. La otra iba rodeada de una aureola de severidad, que la hacía como lejana é intangible, y sus trajes modestos, casi austeros, poco ó nada ceñidos á la moda, añadían á la impresión de alejamiento que esto producía.
Eulalia, en cambio, siempre alegre, siempre riente, conversadora y bromista, vestía trajes elegantes, quizá demasiado ricos y vistosos para su edad y su estado—pero, por otra parte, ya se había perdido en el país la costumbre de hacer que las jóvenes se vistieran sencillamente y sin joyas hasta el día de su casamiento...—Puestas ambas en parangón, y como mujeres, no como Egerias, no cabe duda que el triunfo correspondía á Eulalia.
Me había encantado, pero no estaba enamorado de ella como podría creerse: otras aventuras, muy recientes aún, y con todo el atractivo de la novedad, me absorbían entonces, y mis relaciones con Laurentina de la Selva, la viuda treintona codiciada por tantos y tan apetecible, no eran un secreto para la parte de la sociedad que frecuentábamos... ni para el resto tampoco. Esta vinculación—sobre la que no insistiré porque es innecesario—bastaba para distraerme y hacerme rehuir ó postergar todo otro devaneo, pues, en cuanto á la parte seria de la vida, no abandonaba por estas consideraciones, galanteos y flirts, mis proyectos matrimoniales con la buena María.
Llegué, en fin, á Olivos y á la quinta de Rozsahegy donde, pese al fresco intempestivo del día, numerosas parejas paseaban por los