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testigos de los comienzos habrían desaparecido ú olvidado. Lo incontestable era su riqueza, su habilidad de banquero, su adivinación de especulador, su acierto y su suerte de bolsista, que le permitían aumentar sin tregua una fortuna ingente ya. En cuanto á su físico y sus maneras, sólo diré que era rechoncho sin ser obeso, moreno y velludo, con la cabeza como una bola, los ojos pequeños y maliciosos, negros como el grueso bigote teñido que dominaba una nariz chata y ancha, de grandes fosas bien abiertas, como para olfatear mejor los negocios, brazos cortos y manos gordas, enormes, peludas, de dedos enanos y deformes—atractivos todos estos complementados con ademanes bruscos é irregulares, voz rotunda de bajo, franqueza afectada hasta la vulgaridad si no la grosería, y lenguaje incorrecto de hombre que nunca aprendió gramática alguna, ni la de su país de origen ni la de aquél en que había clavado definitivamente su tienda.—Irma, su mujer, debió ser hermosa cuando joven, pues aún le quedaban algunos restos que la hacían parecer á la Isabel Bas de Rembrandt, pero sin la extraordinaria nobleza de esta gran dama de la burguesía flamenca. Era, también, tosca y familiar con todo el mundo, hasta extremos chocantes, y hablaba en un inverosímil dialecto de su exclusiva composición.

En cambio, Eulalia era tan bonita como distinguida, y lo parecía más junto á sus padres, por contraste, como si éstos fueran zafios y grotescos para que resaltara la delicadeza de su fina persona, su frente clara y abovedada, sus ojos profundos rodeados de una aureola obscura que les daban un encanto dulce y luminoso, la boca dibujada como una caricia, la nariz algo larga, recta, la barbilla como la de un niño.

Y con esto unas manos de largos y admirables