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de apoteosis. Bajé á buen paso por las calles que el domingo dejaba desiertas y vibrantes como una caja de resonancia, hasta la vieja y miserable Estación Central, donde iba á tomar el tren para Los Olivos. Don Estanislao Rozsahegy me había invitado á una «garden-party»—la última de la estación,—en su magnífica quinta.

Durante el viaje recapitulé, sacudido por el traqueo del vagón, los preliminares de nuestra naciente amistad. Después de la presentación en el vestíbulo de la Ópera, me había abierto su casa, y suplicado á Ferrando que me llevara una noche, pues, de otro modo, yo sería «capaz de no ir». Los había visitado una ó dos veces, y digo «los», porque quien me atraía era Eulalia, que, indiscutiblemente, había quedado prendada del orador y del hombre, y que no trataba de disimularlo. ¡Es tan grato verse querido!...

Aunque sea por la hija de don Estanislao Rozsahegy, advenedizo enriquecido en el comercio y la especulación, que comenzó su carrera triunfal ejerciendo los oficios más bajos, á quien todo el mundo adulaba y de quien todo el mundo hablaba mal en su ausencia. Nadie sabía, á ciencia cierta, cuál era el verdadero punto de partida de su enorme fortuna, valorada en muchos millones: unos decían que se había «sacado una grande» en la lotería; otros que Irma, su mujer—eslava ó teutona zafia é ignorante que quién sabe qué habría hecho en su primera juventud,—le llevó en dote unos pocos miles de pesos; los menos afectaban sospechar una procedencia poco honesta, si no criminal, á los fondos con que inició su brillante carrera de agiotista. Hablillas sin fundamento quizá, y para cuya aclaración hubieran sido necesarias las investigaciones más minuciosas, porque en un cuarto de siglo de triunfos, los