la gente solía entredevorarse acariciándose.
Así los «amigos» del Club, indiferentes en cuanto se levantaban de la mesa...
Pugnaba yo por abrirme paso en la alta política, pero el destino, mi protector incomprendido entonces, no lo permitió. Me guardaba para después, no quería que me comprometiera.
¡Sabio destino! Él veía en el futuro que toda aquella grandeza iba á caer derribada de un soplo, y que sólo subsistirían, no los árboles erguidos, sino el cepellón que crece mejor cuando el bosque se aclara. Bien es cierto que, después, si yo he crecido, muchos de aquellos árboles tronchados han vuelto á retoñar. No hay que quejarse. Sólo los muertos no vuelven.
Perdóneseme esta digresión: es la última ó una de las últimas, porque comprendo que, después de tan larga caminata como hemos hecho juntos, el lector, viendo ó creyendo ver próxima la etapa final, me incita á no detenerme á coger flores y contemplar el paisaje, sino á seguir andando «derecho viejo», hasta el apetecido descanso. Dejaré, pues, que los hechos se expliquen por sí solos, tanto más cuanto que pienso en la posible excelencia de unas memorias escritas de ese modo desde la primera página.
Resultarían admirables quizá, pero no serían «mis» memorias, pues tengo cierta cavilosidad característica que me lleva á los análisis minuciosos. Mas lo prometido es deuda. Vamos á los hechos descarnados.
Luis Ferrando, uno de mis camaradas del Club, joven insignificante pero muy difundido en los salones de la alta sociedad, me abordó cierta noche diciéndome:
—Usted, que es un verdadero orador, ¿no sería capaz de hablar en una velada de caridad que organizan las Amigas de los Pobres, una