tenga otro interés que el del dinero y se diga que los que «cambian cartas es porque no saben cambiar ideas». Yo le encuentro, entretanto, mucho interés «moral» y hasta una grande importancia, no por sus combinaciones y azares en sí, sino por lo que desarrolla la facultad de conocer á primera vista el carácter de los hombres, y hasta adivinar sus pensamientos.
Más que cualquier otro, un jugador sabrá cuándo una persona le miente y hasta qué punto llega su mentira, y estoy cierto de que Facundo Quiroga veía más esto por jugador que por gaucho.
Á mi juicio, todo político debe ser jugador—con tal que no se dedique á juegos de simple azar ni de pura destreza,—pues la práctica de los naipes le dará dominio sobre sí mismo, facilidad para improvisar ardides y subterfugios, ojo clínico para descifrar caracteres, habilidad para descubrir las tretas del adversario, y esa serenidad que permite perder hasta la camisa sin que nadie se entere, serenidad que en el público versátil hace sobrevivir el prestigio á las mayores derrotas, facilitando así el, de otro modo, imposible desquite.
¡Ay del político si el pueblo advierte que está totalmente arruinado! Ése no volverá á brillar, porque no le ha quedado ni un albur, como al jugador sin plata y sin crédito, que no puede apostar sobre palabra.
Por otra parte, aquellas largas partidas eran mucho más interesantes que las de mi club provinciano, y no porque parecieran más animadas.
Por el contrario, eran correctas, casi frías, sin las exclamaciones y los ternos que solían salpicar las nuestras; pero en los intervalos se cambiaban algunas ideas útiles, algunos datos importantes, entre todos iba formándose una especie de solidaridad, de complicidad, y no faltaban, tampoco, las notas amenas. Una