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que todos mis esfuerzos, todo mi amor propio, toda mi pasión, se estrellarían contra su indiferencia.

Pero, también, que mantendría su palabra, y que no se avenía á que se pisoteara su orgullo con un desdén.

—Y usted ¿pensará en «otra cosa»?—pregunté.

—No, Mauricio, yo no tengo más que una palabra... Lo dicho, dicho está. Y, escuche, ¿quiere? Deseo de veras, deseo con toda el alma, que cuando el plazo se cumpla, podamos darnos la mano... para toda la vida.

—¡Ah! Esto me consuela de muchos malos ratos... ¿Es decir que me quiere un poquito, María?

—Sí...

La despedida fué más tierna de lo que yo esperaba. Ambos nos conmovimos y quedamos largo rato con las manos enlazadas. Llegué á creer que la había vencido, conquistado para siempre, y sentí honda satisfacción. Pero esto duró poco. Á un saludo que le dirigí al llegar á Buenos Aires, contestó con una fórmula corriente de cortesía, y con esto quedó cortada casi radicalmente nuestra correspondencia. Así se explica que pensara poco en mi cuasi-novia, en medio de las febriles disipaciones de la capital, que, aun sin tener que concurrir á la Cámara, no me hubieran dejado en aquel tiempo ni un minuto para la meditación. Bailes, tertulias, comidas, teatros, carreras, paseos, no me permitían ni siquiera seguir mi vieja costumbre de leer algunas horas, por la noche, en cama, buscando la tranquilidad de los nervios antes de dormirme. La noche me la consumían, después del teatro, las partidas, las largas partidas en el círculo, con los prohombres de la situación.

No sé por qué se niega que el juego de naipes