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«El hombre que lleva en todo su ser el sello de la familia—de una familia que ha dado héroes y mártires á la patria,—dondequiera que vaya es reconocido como miembro de esa familia, como genuino, como su más genuino representante; y yo me encuentro aquí, en el seno de mi verdadera familia patricia, como un hijo pródigo quizá, pero afectuoso y sin mancha, que se enorgullece de reincorporarse á los suyos... ¡Sí, señor Presidente! ¡Sí, señores diputados! ¿Sabéis cómo me llama la gentil Buenos Aires? ¿Sabéis cómo se me indica en todos los centros políticos y sociales que tengo el honor de frecuentar?... ¡El provinciano!...

¡El provinciano![3] adjetivo que me enorgullece, porque demuestra la legitimidad de mi representación... Aunque sin merecerlo, puedo afirmar que dondequiera que yo esté está mi provincia... ¿Y qué, si no es esto, manda la Constitución al estatuir que todas las regiones del país estén sintéticamente reunidas en este recinto? ¿Y cuál de mis honorables colegas—no vacilo en llamarlos así, adelantándome á su justa sanción—puede invalidar este doble reconocimiento de mis comprovincianos y del resto de los argentinos reunidos en la capital, síntesis del país?» Alguien replicó que todo esto era literatura y que yo sólo había demostrado mi carácter de... provinciano; y como la barra había aplaudido, y como mi diploma estaba aprobado de antemano, se votó y pasé á prestar juramento.

Grandes felicitaciones en antesalas, comentarios, lisonjas:

—¡Nos ha nacido un gran orador!

—No desmiente la casta.