«¡Se me acusa de la antítesis de mi acción! ¡Precisamente! He garantizado la libertad del sufragio, me he desvivido por ella en las altas funciones que me incumbían; no he movido un dedo para que se proclamara mi candidatura...
Estaba demasiado ocupado en mantener la paz y el orden en nuestra provincia; estaba demasiado ocupado en arrancar, más por la persuasión que por la violencia, de manos de los agitadores, las armas con que querían imponernos un estado anárquico... Y si mi candidatura surgió en el último instante, una vez pacificada la provincia, gracias á mi humilde esfuerzo, cuando ya no era jefe político, sino comisionado eventual para mantener el orden, fué porque la parte honesta, la parte patriota, la parte bien pensante de la opinión—que es, afortunadamente, la mayoría en mi provincia y en el país entero,—quiso afirmar, exteriorizar, materializar sus nobles aspiraciones, eligiendo por su representante al más modesto de los ciudadanos, al más insignificante de todos, sólo porque había realizado desinteresados y generosos—¡sí, generosos!—sacrificios en pro de la verdadera libertad, que no es la licencia ergotista, ni menos la incendiaria anarquía...
Al oleaje desbordado de las pasiones inconfesables y de las ambiciones malvadas, se ha opuesto en mi persona sin relieve ni méritos, la playa de arena, mansa, que aplaca sus furores, siendo como es, apenas, un lazo de unión entre la ola devastadora y la tranquila paz de los campos fecundos.» Ya con Pegaso desbocado agregué que á estas consideraciones de hecho se sumaban otras simplemente morales, intelectuales y étnicas, que, haciéndome un prototipo de la nacionalidad (gracias, Vázquez), demostraban hasta la evidencia la bondad de mi elección: