no estuviese en el ejercicio de mis funciones.
Ya me desquitaría más tarde, y, entretanto, el sueldito de Correa me venía como anillo al dedo.
Para modificar mi vida, dejé, pues, el hotel suntuoso y caro en que me había hospedado y alquilé una casita antigua en una calle central—tres ó cuatro habitaciones y las dependencias, no muy primitivas,—la hice empapelar, pintar, amueblar con cierto gusto—con ese gusto innato de la familia, que permite á uno de mis tíos hacer viajes á Europa con el beneficio de los muebles que compra allí y usa y revende aquí,—y me instalé como quien está dispuesto á llevar una vida seria y arreglada. Llamé á Marto Contreras para que fuese mi hombre de confianza, y completé el servicio con un cocinero y un sirviente que salía de una casa aristocrática, y que halló modo de robarme como á un pazguato. Y, ya en mi casa, en vez de correr cafés y «restaurants» y «rotisseries», me limité á mis clubs y círculos, y frecuenté mis relaciones, previo estudio de sus características, y fuí espiritual y escéptico en unas partes, bonachón y creyente en otras, austero aquí, liberal allá, tolerante acullá, sectario unas veces, despreocupado las más. Y así logré que se me recibiera con gusto, pero sin entusiasmo, porque mi figura permanecía indecisa y enigmática, é inspiraba, cuando mucho, una especie de tibia curiosidad.
En esto, pasóseme el tiempo y llegaron los primeros días de mayo, el mes de la apertura del Congreso en que iba á estrenarme. Ahorro la crónica de las sesiones preliminares, de las largas guardias en los salones y los pasillos de la vieja casa que parecía un reñidero de gallos en el recinto, y una carnicería para gigantes desde afuera, y llego á la defensa de mi diploma,