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—¡Usted, Vázquez! ¡Dos horas de penitencia!

Me volvió las espaldas, rudamente, y se encogió de hombros, refunfuñando no sé qué, vagas amenazas, sin duda, ó frases despreciativas y airadas. Este muchacho, que iba á desempeñar un papel bastante considerable en mi vida, era alto, flaco, muy pálido, de ojos grandes, azul obscuro, verdosos á veces, cuando la luz les daba de costado, frente muy alta, tupido cabello castaño, boca bondadosamente risueña, largos brazos, largas piernas, torso endeble, inteligencia clara, mucha aptitud para los trabajos imaginativos, intuición científica y voluntad desigual, tan pronto enérgica, tan pronto muelle.

Aquel día, cuando volvimos á entrar en clase, Pedro, que estaba en uno de sus períodos de firmeza, apeló del castigo ante don Lucas, que revocó incontinenti la sentencia, quebrando de un golpe mi autoridad.

—¡Pues si es así, caramba!—grité,—no quiero seguir de monitor ni un minuto más. ¡Métase el nombramiento en donde no le dé el sol! Don Lucas recapacitó un instante, murmurando: «¡Calma! ¡calma!» y tratando de apaciguarme con suaves movimientos sacerdotales de la mano derecha. Sin duda evocaría el punzante recuerdo de las puntas de pluma, el aglutinante de la pega-pega, el viscoso del papel mascado, el urticante de la pica-pica, pues con voz melosa, preguntó, tuteándome contra su costumbre:

—¿Es decir que renuncias?

—¡Sí! ¡Renuncio in-de-cli-na-ble-mente!—repliqué, recalcando cada sílaba del adverbio, aprendido de tatita en sus disquisiciones electorales.

La clase entera abrió tamaña boca, espan-