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su nombre. Hablamos... hablamos del éxito.

—Y Pedro considera que el éxito es caprichoso, siempre ó casi siempre injusto, que se ofrece al más torpe ó al más tonto, y que se niega al mérito, al esfuerzo, al sacrificio... ¡Qué bien veo á Pedro en esto, y cómo sabe hacerse la mosca muerta para intrigar mejor y dar los golpes más certeros!

—No. Vázquez considera, como yo, que el éxito suele ser el salario de los que se doblegan á todas las influencias y se dejan llevar por todas las corrientes, tengan méritos ó no...

—¿Sabe, María, que usted piensa mucho? ¿Sabe que piensa demasiado para poder sentir?

—¿Y eso significa?...

—Que quien tanto analiza, señal es que quiere poco.

—¿Deben aceptarse las cosas y los hombres sin examen?

—¡Bah! Bien admira á Pedrito...

—Analizando, como usted dice.

Yo rabiaba de celos y de despecho. ¡La Marisabidilla aquella, que se abrogaba la facultad de juzgarme, de criticarme y de aconsejarme! Porque si bien no me había dicho nada concreto aún, yo leía en sus ojos la amonestación preparada... ¿Con qué derecho? ¡Una mujer, que no debía ocuparse sino de sus trapos y sus cintas! ¿No es odiosa esta clase de marimachos que se creen dueñas de todo el saber porque han leído cuatro librejos y han creído meditar cinco minutos? ¡Ah! todo hubiera concluído allí, si los celos ó el amor propio no me mordieran el corazón. ¡No estar Vázquez presente, para saltarle al pescuezo!... Y, con las manos trémulas de ira y la voz entrecortada, dije: