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consignados á un bolichero de las afueras, hombre de Zúñiga y Vinuesca, dos de los jefes de la oposición. En cuanto á Peacan, más leal ó menos asustadizo, había pedido que no se siguiera enviando armas por su línea, porque estaba descubierto.

Hice seguir los cajones, que quedaron sigilosamente custodiados para que no me los escamotearan.

Todavía no era conveniente «descubrirlos».

Un tercer cajón llegó á casa de un opositor católico, el doctor Lasso; también lo dejé. Por último, Zúñiga cometió la tontería de recibir dos en su propio domicilio. Era el momento de obrar. Hice allanar la casa de Zúñiga y tomarle los fusiles, recogí los que había en las chacras, en el boliche, en poder de algunos particulares, y escribí á Lasso un billetito diciendo que conocía su depósito de armas pero que, como no quería molestarlo, porque ambos teníamos «las mismas convicciones religiosas», él debía mandármelas ocultamente lo más pronto posible.

Correa se quedó boquiabierto al saber la noticia, porque si bien los rumores habían llegado á sus oídos, nunca les atribuyó importancia, al ver que yo me encogía de hombros cuando me interrogaba al respecto. Y honrándome como nunca lo había hecho, se fué á visitarme en la policía.

—¡Ah, muchacho!—exclamó.—¡Si cuando yo decía que «sos» un tigre!... ¡Ahora, lo que hay que hacer es enjuiciar á todos esos revoltosos de porra!

—¡No se precipite! Mire bien lo que va á hacer, don Casiano—le dije.—El pueblo está demasiado alborotado para que nos metamos en «persecuciones». Lo mejor será practicar una larga investigación, sin tomar preso á nadie por el momento. Siempre habrá tiempo de