una regular fortuna que, bien utilizada en especulaciones que Buenos Aires ofrecía fácil y seguramente, harían de mí en poco tiempo un hombre muy rico. El porvenir estaba asegurado, ó, por lo menos, así lo creía yo.
Para asegurarlo más, siguiendo la corriente de la época, había sacado dinero de los bancos, no sólo en el de la provincia, sino también en el Nacional, unas veces con mi firma—las menos,—otras con las de algunos servidores de confianza, para ponerme al abrigo de todo evento, y no con la intención de suspender las amortizaciones, salvo caso de fuerza mayor. ¿Por qué había de permitir que una casualidad pudiera arruinarme, cuando muchos en peor posición política que yo, no corrían riesgo alguno, usando de cuanto dinero necesitaban? Además, con aquello no hacía daño á nadie, y esas sumas me permitían edificar, especular, aumentar el número y la extensión de mis propiedades...
Vuelto á la ciudad, mi primera visita fué para María, que me recibió como me había despedido, amistosa pero fríamente, con una reserva que se esforzaba al propio tiempo por mantener y disimular. Estaba evidentemente en guardia; pero, ¿contra qué? Hay misterios incomprensibles en el alma femenina.
Fray Pedro, á quien fuí á ver en seguida, me abrumó á preguntas, y sólo se tranquilizó cuando le dije lo que se proponía el Presidente:
amenazarlos para mostrarse después buen príncipe, y atraerlos á su lado, ó, por lo menos, neutralizarlos en la fiera campaña de oposición que se iniciaba entonces.
¡Bien, muy bien! Pero no conseguirá ni lo uno ni lo otro, ni la ley, ni... lo que se propone con ese espantajo. No se puede encender una vela á Dios y otra al diablo, sus pretensiones