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la que parecía flotar aún el ruido y el movimiento de los alumnos ausentes. Esta doble visión de luz y de sombra me absorbió, sobre todo, durante una pausa trágica del maestro, para preparar esta pregunta:

—¿Quiere usted ser monitor?

¡Monitor! ¡El segundo en la escuela, el jefe de los camaradas, la autoridad más alta en ausencia de don Lucas, quizás en su misma presencia, ya que él era tan débil de carácter!... ¡Y yo apenas sabía leer de corrido, gracias á mamita! ¡Y en la escuela había veinte muchachos más adelantados, más juiciosos, más aplicados y mayores que yo! ¡Oh! estos aspavientos son cosa de ahora; entonces, aunque no esperara semejante ganga, y aunque mucho me sonriera el inmerecido honor, la proposición me pareció tan natural y tan ajustada á mis merecimientos, que la acepté, diciendo sencillamente, sin emoción alguna:

—Bueno, don Lucas.

Yo siempre he sido así, imperturbable, y aunque me nombraran papa, mariscal ó almirante, no me sorprendería ni me consideraría inepto para el cargo. Pero, deseando ser enteramente veraz, agregaré que el «don Lucas» de la aceptación había sido, desde tiempo atrás, desterrado de mis labios, en los que las contestaciones se limitaban á un sí ó un no, «como Cristo nos enseña», sin aditamento alguno de señor ó don, como nos enseña la cortesía. Y ésta fué una evidente demostración de gratitud...

Después he pensado que, en la emergencia, don Lucas se condujo como un filósofo ó como un canalla: como un filósofo, si quiso modificar mi carácter y disciplinarme, haciéndome, precisamente, custodio de la disciplina; como un canalla, si sólo trató de comprarme á costa de una claudicación moral, mucho peor que la mú-