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—¡Es posible!... Pues no me doy cuenta de qué locura...

Y se interrumpió en seco, al comprender que iba á hablar mal de su hija, á penetrar con cierto impudor en su fuero interno de mujer, cayendo luego en honda meditación como si el inesperado problema lo dejara perplejo. Convencido, sin duda, de nuestro amor recíproco, no había querido interrogar á María, con ese exceso de pudor de ciertos padres criollos que, no dejando escapar ante sus hijas ni la menor palabra referente al «galanteo», digámoslo así, son más incapaces aún de someterlas á un interrogatorio siempre escabroso, por más tacto que se tenga.

Había respetado, pues, hasta el extremo, su reserva pudorosa, su candor que se imaginaría probablemente integral, cuando la nueva Rosina, lo mismo que su antepasada, manejaba sus asuntos sentimentales como una mujer hecha y derecha, experimentada en amorosas lides.

¡Que tanto puede el misterio!

—En ese caso—dijo por fin el viejo, llegando á una crisis de su meditación,—en ese caso doy por pedida la mano de María. Yo hablaré con ella, haré que me diga sí ó no, ó, por lo menos, sabré qué piensa...

—Creo que su intervención, don Evaristo, será inútil... y perdone. María me ha declarado que está resuelta á no acortar el plazo...

—¡Oh! estas muchachas... ¡Miren en qué situación me ha puesto!... Pero las cosas no pueden seguir así, hay que definirlas de una vez... En cuanto á usted, mi querido Mauricio, le ruego que no complique más el problema con tan frecuentes visitas. Nada se pierde con ello; al contrario, es posible que así se arreglen las cosas mucho más pronto...

Se fué el buen hombre, y yo me quedé riendo