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que cuando incidentalmente criticaba yo ó satirizaba la religión en su presencia, María me llamaba al orden, diciendo que no debía hacer burla de las «cosas respetables».

Pero ¿quién entiende á las mujeres? Cualquiera diría que aquella muchacha sospechaba de mi sinceridad, vislumbraba un sentido oculto y utilitario en mi conversión, y abrigaba temores respecto de mi carácter y mi conducta futura para con ella. Quise poner esto en claro y anunciándole mi próximo viaje á Buenos Aires, le dije que, según todas las probabilidades, sería electo diputado al Congreso.

—Ya lo sabía, y lo felicito, Herrera. En el Congreso puede hacer mucho por el país.

—Lo dice usted sin interés ni entusiasmo.

—¡Vaya! No es cosa tan del otro mundo. Ser diputado no significa nada... Es un buen empleo, nada más... Eso si no se halla manera de elevarlo hasta la altura de una misión, y de servirse de él como de una herramienta poderosa para hacer el bien.

—Así lo haría yo, si tuviera quien me confortara é inspirara. ¿Quiere usted ser mi apoyo y mi inspiradora?. ¿Quiere ser mi mujer en cuanto me elijan, y entrar del brazo conmigo en Buenos Aires? Me miró con fijeza tranquila y severa.

—Ya se lo he dicho, Mauricio. Le contestaré dentro de un año. Quiero... quiero estar segura de mí misma... y de los demás.

—¡Me hace usted desesperar!—dije, tomando el sombrero.—¿Es su última palabra?

—¡No, pues! La última se la diré dentro de un año.

—¿Y será que no?

—Creo, espero lo contrario, Herrera—contestó con blandura, tendiéndome la mano.

¡Curiosa mujer! No me cabía duda de que