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—Extravíos de la juventud... Las malas lecturas...

Uno vuelve siembre á sus primeras creencias, á lo que le enseñó la madre, cuando niño...

—¡Ah!

—Siempre queda, allá en el fondo, un resto de fe, que florece y fructifica en determinadas circunstancias. Ya sabe usted que quiero hacerme hombre serio, María.

—Sí, sí. Eso debe también ser un motivo...

Pero ¿no se puede ser serio sin ser religioso? Papá no cree, por lo menos él lo dice, y, sin embargo, lo considero grave, bueno, honrado y puro... Me afligiría que cambiara de modo de pensar, sin una causa evidente y convincente...

—Lo que quiere decir que le desagradan mis ideas actuales, María. ¿Lo que quiere decir que usted tampoco cree?

—Yo creo... Yo creo... La verdad es que nunca, hasta hoy, me he puesto á examinar esa cuestión. Tomé sin discusión lo que me enseñaron, y todavía no estoy preparada para discutir.

Los mandamientos de la Ley de Dios son justos y santos, esto me basta. Los considero la regla de conducirse bien en la vida, y me someto á ellos como á una disciplina salvadora...

Pero, si llegara á dudar de los artículos de la fe, me parece tan difícil que volviera á creer en ellos de la noche á la mañana... ¡En fin! Estas cuestiones no son muy entretenidas que digamos. Dejémoslas, Herrera, que nada adelantamos con eso.

Mucho me sorprendió esta conversación, y la expresión de desgano y tristeza que vi en la cara de María. ¿La habría mordido «el demonio implacable de la duda»? ¿Desmerecía yo en su concepto con mi nueva actitud? ¡Imposible! La mujer es creyente en nuestro país, y recuerdo