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ra bajo su férula ni él regentando la escuela, su único medio de vida: un arañazo ó una equimosis no significaban nada para mí—era y soy valiente,—y con una marca directa ó indirecta de don Lucas, obtendría sin dificultad su destierro de Los Sunchos, después de algunas otras pellejerías que le dieran que rascar. Considérese, pues, mi pasmo, al oirle decir, apenas estuvimos solos, con su amanerado y académico lenguaje, ó, mejor dicho, prosodia:

—Después de recapacitar muy seriamente, he arribado á una conclusión, mi querido Mauricio... Usted (me trataba de usted, pero tuteaba á todos los demás), usted es el más inteligente y el más fuerte de la escuela, aunque no el más juicioso ni el más aplicado... No, no se enfade todavía, permítame terminar, que no ha de pesarle... Pues bien, usted que todo lo comprende y que sabe hacerse respetar por sus condiscípulos, mis alumnos, puede ayudarme con verdadera eficacia, sí, con la mayor eficacia, á conservar el orden y mantener la disciplina en las clases, minadas por el espíritu rebelde y revoltoso que es la carcoma de este país...

Aunque sorprendido por lo insólito de estas palabras, pronunciadas con solemne gravedad, como en una tribuna, comencé á esperar más serenamente los acontecimientos, sospechando, sin embargo, alguna celada.

—Pero no he querido—continuó don Lucas, en el mismo tono,—adoptar una resolución, cualquiera que ella sea, sin consultarle previamente.

El aula estaba solitaria y en la penumbra de la caída de la tarde. Junto á la puerta, yo veía, al exterior, un vasto terreno baldío, cubierto de gramíneas, rojizas ya, un pedazo de cielo con reflejos anaranjados, y, al interior, la masa informe y azulada de los bancos y las mesas, en