adquirían una resonancia y una eficacia extremas.
Así ha ocurrido siempre en nuestra tierra.
El hombre sencillo, sin ser practicante, tiene supersticiosa veneración por cuanto sale de la iglesia, y el escepticismo bonaerense es más superficial y «de moda» que real y profundo, ¡qué decir entonces de las provincias, que han conservado mucho más el carácter español, y donde en aquel tiempo no había una casa que no estuviese llena de crucifijos, santos de talla y vírgenes de bulto! ¡Qué torpe y qué tonto había sido yo, descuidando y aun enajenándome tan poderosas voluntades! Era preciso corregir aquello, á todo trance, pero con la suficiente habilidad para que mi actitud, si fuera criticada, me sirviese aún más que si pasara inadvertida.
Doña Gertrudis Zapata había ido entregándose cada vez más á la religión, hasta llegar á un feroz fanatismo. Vestía el hábito del Carmen, comíase á todos los santos, no salía de las iglesias, llevaba de casa en casa el Niño-Dios en bandeja, pidiendo limosna para la fábrica de tal ó cual templo, adornaba altares, visitaba á las monjas, hacía escapularios. Las malas lenguas decían que los viernes ponía calzones al gallo de su corral y que durante la semana santa lo tenía enjaulado en el jardín.
La casa de don Claudio, quien seguía desempeñando las funciones de juez de paz, estaba siempre llena de curas y frailecitos, y los domingos había en ella gran almuerzo, de cazuela, chanfaina y empanadas, al que asistían dos ó tres sacerdotes de significación, el padre predicador más sonado, el curita de mayor influencia, las autoridades eclesiásticas, en fin, pues el mismo obispo se había dignado aceptar una ó dos veces la humilde invitación de misia Gertrudis, que en esas ocasiones echó la casa por