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mi edad. En nuestro país todos los hombres públicos, casi sin excepción, han empezado muy temprano su carrera. Y lo mejor que han hecho lo hicieron cuando jóvenes, cuando tenían más iniciativa y más empuje. En cuanto á mis pretendidas «calaveradas», no son, Gobernador, ni más ni menos graves que las que hace todo el mundo, y á usted menos que á nadie pueden sorprenderle, conociendo como conoce la vida privada de tanta gente... Además, pienso casarme pronto con una muchacha virtuosa, inteligente, instruída y de una familia notable.

—Sí, sí; ya sé: la de Blanco.

—¿No le parece esto suficiente garantía de seriedad? ¿No entraré así, en Buenos Aires, en las mejores condiciones sociales y políticas?

—Sí; eso cambia...

—Ahora, ¿que soy jefe de policía de la provincia? Puedo renunciar, si usted quiere, pero esto le traería algún trastorno si no tiene ya bajo la mano un hombre de confianza, que yo le encontraré apenas me elijan. Además, la Constitución no dice que un jefe político no pueda ser electo diputado—agregué, repitiendo un viejo argumento.

—Pero hay que tener muy en cuenta á la oposición...

—¡Bah! ¿Prefiere usted que grite ó que mande? Si le hacemos caso, ella será la que gobierne, no nosotros... ¡Vaya! ¡No hablemos más, Gobernador! Tengo su palabra, y ha de cumplirla, ¿no es verdad? Dije esto sonriendo y levantándome para dar por terminada la entrevista, como si yo fuera el amo, y con un acento tal que Correa sólo podía interpretar la frase de este modo:

—Me ha dado su palabra, y yo sabré hacérsela