una sinfonía infernal. Muchas veces he pensado, recapitulando estas escenas, que mi verdadero temperamento es el revolucionario y que he necesitado un prodigio de voluntad para ser toda mi vida un elemento de orden, un hombre de gobierno... Volvía, al fin, don Lucas rojo y barnizado de ungüentos, con las pupilas saltándosele de las órbitas—espectáculo bufo si los hay,—y, exasperado por la intolerable picazón, comenzaba á distribuir castigos suplementarios á diestro y siniestro, condenando sin distinción á inocentes y culpables, á juiciosos y traviesos, á todos, en fin... Á todos menos á mí. ¿No era yo, acaso, el hijo de don Fernando Gómez Herrera? ¿No había nacido «con corona», según solían decir mis camaradas?
¡Vaya con mi don Lucas! Si mucho me reí de ti, en aquellos tiempos, ahora no compadezco siquiera tu memoria, aunque la evoque entre sonrisas, y aunque aprecie debidamente á los que, como tú entonces, saben acatar la autoridad política en todas sus formas, en cada una de ellas y hasta en sus simples reflejos. Porque, si bien este acatamiento es la única base posible de la felicidad de las naciones, y en consecuencia de los ciudadanos, la verdad es que tú exagerabas demasiado, olvidando que eras, también, «autoridad», aunque de ínfimo orden. Y esta flaqueza es, para mí, irritante é inadmisible, sobre todo cuando llega á extremos como éste.
Una tarde, á la hora de salir de la escuela y á raíz de un alboroto colosal, don Lucas me llamó y me dijo gravemente que tenía que hablar conmigo. Sospechando que el cielo iba á caérseme encima, me preparé á rechazar los ataques del magíster hasta en forma viril y contundente, si era preciso, de tal modo que, como consecuencia inevitable, ni yo continua-