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me convierta en un viejo, ni que renuncie á mis pocas diversiones—muy inocentes, por otra parte,—si no veo más ó menos cercana la recompensa de ese pequeño sacrificio? Ofrézcame usted la recompensa, y yo entonces, le aseguro...

—¿Y qué recompensa puedo ofrecerle yo?

—Decirme que me quiere.

—Hágase usted querer—dijo con seriedad y coquetería á un tiempo.

Don Evaristo, que se acercaba, puso fin al diálogo, y yo me quedé pensando en las desmedidas ambiciones de la niña. ¿Conque, nada menos, quería que yo renunciara á todo y que me quedara prosternado, adorándola como á una imagen? ¡Qué pretensión! Estaba enamorada de mí, y se hacía la desdeñosa. ¿Qué me costaba hacer lo mismo, renovando con variantes «el desdén con el desdén»? Yo, para mí, y por una fuerza, quizás ajena á mi voluntad, por un instinto poderoso, he sido, soy y seré, lo digo así, brutalmente, porque es la mejor, la más verdadera forma de decirlo, el centro del mundo. Lo que más me interesa es el propio «yo», el resto debe supeditarse á esta entidad. Pero hay una atenuante á esto, demasiado absoluto quizá, atenuante que me ha permitido llegar á ser lo que soy: cuando las cosas exteriores no pueden ó no quieren supeditarse, el «yo» debe aprovechar las circunstancias para seguir siendo centro, á toda costa.

Y jugar conmigo es cosa seria.

Dejé á María y á su padre, que me invitaba á comer con ellos, pretextando quehaceres y jurándome tener la última palabra en la cuestión.

Para ello, bastaba á mi juicio con cesar, durante un tiempo, toda visita, y esquivar todo encuentro con la altiva moza, aspirante á mi esclavitud, que ella soñaba probablemente redención. Cosa fácil, porque en aquel momento