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VIII

Más me preocupaba María Blanco, á quien seguía cortejando con asiduidad. Teresa había pasado á la categoría de los recuerdos indiferentes, vale decir que no son ni gratos ni desagradables.

No me había contestado mi carta-ruptura, y supuse que daba todo por terminado.

¿Comprendía la distancia que nos separaba y que se hacía mayor cada vez? No sé si era éste ú otro el orden de sus pensamientos; lo cierto es que no volví á oir hablar de ella en mucho tiempo, y que no me escribió una línea. Era, pues, un capítulo terminado de mi vida, y si insisto en él es sólo porque acontecimientos posteriores me lo evocaron vívidamente en circunstancias que más tarde narraré. Entonces—lo repito,—me acordaba de Teresa y el chicuelo como de seres y cosas vinculadas á una travesura de la niñez, como de un paisaje lleno de sol, visto al pasar, en un sitio donde era imposible clavar la tienda en el tránsito de la vida.

Pero si María, conocedora en parte de mis antecedentes, pretendía vengar al sexo, afectando, si no desdén—que esto yo nunca lo hubiera admitido,—una especie de despego prometedor y cautivador, pero engañoso, la verdad es que si pudo detenerme un tiempo no consiguió en modo alguno su propósito de venganza, ó cualquier otro que tuviera. Yo «me le fuí á los cañones», como vulgarmente se dice, y me esforcé en aclarar la situación con entera franqueza.

Una tarde, que nos paseábamos en la huerta, á poca distancia de don Evaristo, que hacía como que cuidaba las plantas para dejarnos cierta libertad, la hablé resueltamente.