«Ordene al compañero de los primeros años de la vida, al que confundió con usted sus pensamientos y sus aspiraciones con todo su candor de niño, antes de que ambos entráramos en la lucha por la existencia; al que hoy pide á Dios que traiga á su espíritu la conformidad en tan duro, pero también en tan inevitable trance.» Esto parecerá á algunos un poco... ¿qué diré?...
¿canalla?... Pero, he aquí la verdad:
Estaban en juego mis sentimientos más íntimos—entonces creía que comenzaba á amar á María Blanco,—estaban en juego mi afecto y mi respeto hacia don Higinio, hacia Teresa, estaba en juego, también, todo mi porvenir.
¡Mi porvenir! Un vago é inútil sentimentalismo ¿debía apartarme del camino recto que se abría ante mi vista? Eso, nunca. Los mismos Evangelios lo han dicho: «Rompe con tu padre, con tu madre, con tu amigo, y sígueme.» Lo sentí mucho: como la oveja, evangélica también, tenía que ir dejando vellones de mi lana en las zarzas del camino. ¡Teresa!... ¡oh recuerdos!... Pero, desgraciadamente, no he nacido con todas las felicidades y todas las preeminencias, no he podido dejar de hacer sacrificios para llegar á donde he llegado. ¡He ahí! yo tenía, fatalmente, que recorrer mi órbita y tanto peor para los que encontraba en mi trayecto. Una desviación de un milímetro en mis comienzos, me hubiera hecho otro hombre, me hubiera lanzado á lo ignoto. Por otra parte, ¿qué debía preocuparme? ¿El hijo de mis amores? ¡Bah! leve escrúpulo.
Mauricio Rivas había nacido rico.