medio de un lago de pega-pega, y otras tantas recibió en el ojo ó la nariz, bolitas de pan ó de papel, cuidadosamente masticadas. ¡Era de verle dar el salto ó lanzar el chillido provocados por la pluma, ó levantarse con la silla pegada á los fondillos, ó llevar la mano al órgano acariciado por el húmedo proyectil, mientras la cara se le ponía como un tomate! ¡Qué alboroto, y cómo se desternillaba de risa la escuela entera! Mis tímidos condiscípulos, sin imaginación, ni iniciativa, ni arrojo, como buenos campesinos, hijos de campesino, veían en mí un ente extraordinario, casi sobrenatural, comprendiendo intuitivamente que, para atreverse á tanto, era preciso haber nacido con privilegios excepcionales de carácter y de posición.
Don Lucas tenía la costumbre de restregar las manos sobre el pupitre—«cátedra» decía él,—mientras explicaba ó interrogaba; después, en la hora de caligrafía ó de dictado, poníase de codos en la mesa y apoyaba las mejillas en la palma de las manos, como si su cerebro pedagógico le pesara en demasía. Observar esta peculiaridad, procurarme pica-pica y espolvorear con ella la cátedra, fueron para mí cosas tan lógicas como agradables. Y repetí á menudo la ingeniosa operación, entusiasmado con el éxito, pues nada más cómico que ver á don Lucas rascarse primero suavemente, después con cierto ardor, en seguida rabioso, por último frenético hasta el estallido final:
—¡Todo el mundo se queda dos horas!
Iba á lavarse, á ponerse calmantes, sebo, aceite, qué sé yo, y la clase abandonada se convertía en una casa de orates, obedeciendo entusiasta á mi toque de zafarrancho; volaban los cuadernos, los libros, los tinteros—quebrada la inercia de mis condiscípulos,—mientras los instrumentos musicales más insólitos ejecutaban