María, levantándose y poniendo su mano sobre la mía, me interrumpió así:
—Nadie sino usted podía contarme semejantes atrocidades. Le creo, pero no quiero que nadie me repita cosas que yo no debo saber.
Perdone mi...
No dijo sospecha, no dijo duda porque cualquiera de estas palabras le hubiese parecido excesiva.
¡Oh, el pudor de nuestras antiguas mujeres! ¡Decir que todavía quedan algunos ejemplares, contrastando con la inmensa muchedumbre de «libertadas», de emancipadas, aspirantes á hombre, que hoy nos rodea! Conquistar una mujer era todavía entonces (y de vez en cuando) robarse un fruto saltando una tapia coronada de vidrios de botella; conquistarla hoy, suele ser robarla del escaparate en que las ofrecen.
María se mostró aquella noche afectuosísima, y comprendí que la había convencido. En cuanto á Blanco, ya hacía mucho que estaba al corriente de todo lo ocurrido.
Pocos días después tuve una noticia que me sorprendió. La gente se marcha mucho más pronto de lo que uno supone, y el camino va quedando sembrado de cadáveres. Hoy pienso que si se llevara una nomenclatura de todos los parientes, amigos y allegados que se mueren, al cumplir los cuarenta años uno estaría siempre con los pelos de punta, en cuanto viera la enorme, la interminable lista de los que hemos dejado atrás. La noticia era la de la muerte de don Higinio Rivas, ocurrida una semana antes en Buenos Aires. Esto constituía, apenas, un incidente en mi vida, y sin embargo, me conmovió, removiendo todos los recuerdos de la infancia y la adolescencia. ¡Don Higinio! ¡Los Sunchos, en que aún vivía mi madre,