posición, nadie creía aquella horrible calumnia, aunque algunos energúmenos la aprovecharan para denigrarnos. Entre éstos, que afirmaban la verdad del envenenamiento y los otros que la ponían caballerosamente en duda, el pueblo decía:
—Los que los acusan dicen la verdad; los otros se callan de miedo.
Y si gente tan bien colocada temía, ¿qué no había de temer el pobre pueblo? De tan vil, de tan inexistente causa, nunca he visto salir tales efectos. Como si estuviésemos en tiempos de Rosas, la provincia calló, y no hay gobernante que haya gobernado tan pacíficamente como Correa.
Una persona, sin embargo, tuvo una sombra de duda que me afligió en extremo: María.
La visitaba frecuentemente, y estaba entonces enamorado de ella, de su hermosura, de su ingenio, de su delicadeza, de su instrucción artística.
Era toda una señora con los candores deliciosos de una niña. Hacía tiempo que la notaba más fría y reservada que antes, sin poder darme cuenta del motivo, cuando una noche, como se aludiera, no sé á qué cuento, al difunto Gobernador, dejó escapar esta frase:
—¡Cuándo se aclarará ese misterio, tan doloroso! Comprendí entonces todas sus reservas, y le dije la verdad, comenzando por revelarle la vida íntima de Camino, sus extravíos, sus malas costumbres, para terminar con el cuadro de su muerte, sin detalles ociosos y escandalosos, tal, en fin, como lo he hecho en estas páginas. Y terminé diciendo:
—Para que no tenga usted la menor duda, voy á mandar que venga Cruz, y él le contará las cosas tal como pasaron.
Comenzaba á escribir una tarjeta cuando