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«El gobernador Camino ha muerto envenenado.» Y, con este rumor, el gobernador Camino, que era execrado por cuantos no recibían sus favores, que las familias excomulgaban por sus notorias costumbres, que nunca había hecho nada notable ni siquiera bueno, ni aun regular, resultó un defensor de los intereses del pueblo, que el Presidente de la República quería suprimir, una víctima del sistema, un cordero pascual, y nosotros, el doctor Orlandi, yo, Correa, ¡quién sabe cuántos más! unos envenenadores, unos Borgia de nuevo cuño. En vano traté, trató Orlandi, de poner las cosas en su lugar, de presentar la verdad tal cual era; en vano dijimos que el Gobernador estaba caído y no podía estorbarnos ya. ¡Todo el mundo creyó, ó fingió creer, que lo habíamos suprimido con el Aqua Tofana, y que Orlandi—italiano al fin,—era la mano, mientras Correa y yo éramos la voluntad!... ¡Ah, canalla, canalla, canalla! ¡Cómo es la canalla, y cómo maldije entonces la libertad de la calumnia que pasa de boca á oído y resulta más notoria que la insertada en los diarios! Yo había mentido á sabiendas y públicamente, para destruir al contrario, muchas veces, pero nunca había llegado á tal extremo, ¡nunca había inventado una calumnia que, como aquella monstruosidad, estuviese tan fuera, tan lejos de las costumbres políticas de nuestro país! Y, ¡vean ustedes lo que son las cosas!... No me creerán, pero aquello nos hizo mucho bien, si no moral, materialmente. El temor que nos rodeaba y que comenzaba á ser lo más claro de nuestro prestigio entre el pueblo bajo, se intensificó hasta un grado increíble. Nunca, como entonces, fuímos dueños de la situación, aunque nos execraran. Entre la gente de buena