—No. Conteste categóricamente, sí ó no. De otro modo... Usted sabe que tengo la provincia en la mano.
—¡Vaya hombre! ¡Ni que yo fuera tu enemigo! ¡Serás diputado nacional!—y me tuteaba, camarada hasta la muerte.
—¿Palabra?
—¡Palabra de honor!
—¿En la primera elección?
—¡En la primera! ¡No seas cargoso! Ya sabes que soy tu amigo.
Amaneció aquel día sin que hubiésemos dormido.
En la sala de Camino había, más que nunca, olor á encerramiento, á humedad, atmósfera á la que se mezclaba el humo capitoso del benjuí, del incienso, y del «cachimbo» como decía mamita hablando del cigarro.
Correa firmó su primer decreto—como provisional todavía,—determinando los honores que debían rendirse al ex gobernador en sus funerales:
la bandera á media asta en todos los establecimientos provinciales, la escolta del Guardia de Cárceles, la presencia del Poder Ejecutivo que encargaba al ministro de Gobierno de pronunciar la oración fúnebre... La Legislatura resolvió asistir en masa á las exequias, lo mismo que el poder judicial. Preparábase una manifestación de duelo como nunca se había visto, tanto más cuanto que Camino, vinculado por el parentesco á casi todas las familias representativas de la provincia, arrastraría tras de su féretro á buena parte de la oposición, acalladas las pasiones ante el silencio del sepulcro.
De aquella magnífica ceremonia sólo quiero recordar un detalle: El ministro de Gobierno, González Medina, terminó su oración fúnebre diciendo no sé si con ingenuidad ó con malicia provinciana: