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asistente, prohibiéndole que alarmara á los suyos y ordenándole que llamara al doctor Orlandi.

Cruz, al pasar por el Club, entró á ver si el doctor se encontraba allí, como de costumbre, y viéndome, juzgó conveniente decirme lo que ocurría, pues yo podía hacer llamar á Orlandi con mayor rapidez. Yo salí, por deferencia, encontramos al doctor, los tres acudimos en un coche á casa de Camino... Pero, desgraciadamente, cuando llegamos había muerto.» Así se dijo.

Es de imaginar el trastorno de aquella casa, hasta entonces tranquila, los llantos de las mujeres, las carreras de los criados, las preguntas, las exclamaciones, los ayes. Una hora después, los parientes, los amigos, acudían desolados.

¡Figúrense ustedes! ¡no moría sólo un pariente, un amigo, sino un gobernador!...

Nuestra versión fué perfectamente admitida en los primeros momentos, y nadie puso en duda que las cosas hubieran pasado así.

Yo me ocupé de avisar al vicegobernador Correa, que dormía profundamente, sin sospechar lo que pasaba.

—¡Ya es gobernador, amigo!—le dije.

—¡Qué! ¿Ha habido revolución?

—¡No, hombre!—contesté riéndome.

—¿Ha renunciado, entonces?

—¡Sí, en casa de Maritski!

—¿No me diga? Le conté el suceso. No dijo palabra, pero tenía la cara radiante. Vistió en un segundo su minúscula y nerviosa persona, y salió conmigo para correr á la casa mortuoria.

—Diga, don Casiano, ¿yo quedaré en la jefatura de policía?

—¡Claro! ¡Vaya una pregunta!

—¿Y tendré la primera diputación?

—Si depende de mí...