á ese comisario, ¡que es un tigre! Nos haría falta en un momento dado.
—Por lo menos, cámbielo. Mándelo á la campaña hasta que se acabe esta gritería.
Me encogí de hombros.
—Así no se hace patria. Déjelos que aguanten...
Hoy empezaríamos por dejar que la oposición echara á la calle á un comisario, y mañana no podríamos evitar que echaran á un Gobernador. ¡No hay que ser tan flojo! No replicó, no insistió en el castigo del presunto culpable; pero no me perdonó, tampoco, más que mi desobediencia mi franqueza.
¡Así suelen ser, en cuanto uno se descuida y por muy útil que les sea! Lo peor para él, en este caso, es que hacía mi juego, iniciando la anarquía en el poder, pretexto magnífico para hacerle la deseada zancadilla. Tan ciego estaba, que cayó en la trampa como un inocente. Ciertos indicios, algunas visitas, frases sueltas, un principio de despego de los más allegados á su persona, me hicieron comprender que el gobernador Camino me buscaba reemplazante.
—¿Esas tenemos? ¡Pues ya verás quien es Callejas!—me dije.
Me acerqué desde entonces, sin disimularlo, más bien con ostentación, al vicegobernador, don Casiano Correa, viejo marrullero, abogado, glotón, jugador y avaro, cuyo cuerpo pequeñito, endeble é insignificante, ocultaba el espíritu más vicioso y ambicioso que imaginarse pueda.
Aunque no estuviera tan al corriente como yo de lo que se tramaba, lisonjeé su ambición, insinuándole que las debilidades de Camino comenzaban también, á mi juicio, á comprometer su Gobierno, y que no sería difícil que el mismo Presidente de la República interviniera para hacerle dejar el mando, en que hacía tan desairado papel.