y, sobre todo, menos desconceptuado en sociedad. Debo confesar que Correa valía probablemente menos que Camino, como hombre de pensamiento y de acción. Pero no me convenía hacer oídos de mercader, y comprendí desde el primer momento lo que de mí se esperaba:
que pusiera fuego á la mecha, que buscara el pretexto para poner al Gobernador de patitas en la calle, alterando el orden lo menos posible, pero sin una revolución, si tenía dedos para tanto. Una «agitación» era, por lo menos, inevitable, porque Camino no abandonaría el puesto así como así.
Pero él mismo había de darme pie para romper las hostilidades, porque bien dijo el latino que Júpiter ciega á los que quiere perder. He aquí cómo ocurrió aquello: la inacción de los opositores y alguno que otro desliz demasiado exagerado de lo que la mala prensa llamaba «guardia pretoriana», hizo que el Gobernador creyera llegado el momento de «entrar en la normalidad» y me exigiera el castigo de un comisario cuyo delito consistía en haber hecho dar de planazos á una persona conocida que le había criticado cierta travesura, creo que la fuga de un cuatrero sorprendido infraganti.
—Si empezamos así, Gobernador, pronto no tendremos policía—le dije con gravedad.
—Pero vea, amigo, cómo me ponen los diarios de Buenos Aires. Esto es inicuo. Hasta los mismos amigos me «caen».
—No les haga caso. Hay que acostumbrarse á esas cosas cuando se es gobernador. ¡Mire! si no fuera eso, ya le encontrarían otro pretexto, y sería lo mismo.
—Sí. Pero yo no quiero que se apalee á la gente... sin necesidad.
—¡Bah! no se aflija, y dejemos en su puesto