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sí, organizados y disciplinados por mí,—los criollos nacemos militares,—constituían una fuerza decisiva y aseguraban la estabilidad del Poder, invulnerable, pues un golpe de mano quizá lograría suprimir ó substituir personas, nunca variar el régimen. ¡Y esta arma era mía, casi exclusivamente mía! Cuando me di cuenta de ello pasó por mi imaginación...

Pero, ¿á qué contar ensueños que mi juicio mismo desvanecía entonces, apenas formulados? Vamos á los hechos, que es lo importante.

Molestó al Presidente el Gobernador de una provincia vecina, más recalcitrante que Camino, y no faltaron voceros que llegaran hasta mí, insinuándome cuánto agradaría mi ayuda para un cambio de situación. Como podía pulsar el valimiento de los que esto me decían y la auténtica procedencia de sus invitaciones, no vacilé un punto, y organicé una partida de guardias de cárceles y vigilantes vestidos de particular.

Por desgracia, yo no podía mandarlos en persona, sin comprometer gravemente la «autonomía de las provincias»; pero uno de mis amigos, diputado y ex redactor de Los Tiempos, Ulises Cabral, mi padrino en el duelo, se comprometió á representarme y obrar como si fuera yo mismo. El cambio deseado se hizo con poco derramamiento de sangre y mucha intervención nacional, y supe que el Presidente me tenía muy en cuenta, agradeciendo mi colaboración sin mentarla.

Por el mismo conducto, bien confidencial, se me hizo saber poco después que el gobernador Camino, mi propio gobernador, no era ya «persona grata», y que en las altas esferas se le vería con placer substituído por el vicegobernador Correa, hombre en quien se tenía la mayor confianza, como entusiasta, patriota, fiel, capaz,