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otras candidaturas, arrastrar la opinión del país, enarbolando como bandera el nombre de preclaros patricios, y aun el de un político eminente que podía considerar conquistado el interior, porque, en la lucha decisiva, tomó, siendo porteño, partido á favor suyo y contra su provincia, como muchos otros que no dejaban de tener razón según ha podido verse después.

Pero si todos los jefes de policía, si todas las autoridades obraban como yo, no había miedo de que nos arrebataran el poder, ni con sutilezas, ni con esfuerzos. De ello quedé convencido cuando Camino resultó electo gobernador, y Casiano Correa, antiguo amigo de tatita, vice,—con casi todas las actas protestadas, es cierto,—casi sin oposición, ó, como decíamos entonces, con «elecciones canónicas». ¿Qué cómo se alcanzaba este resultado? Pues muy sencillamente.

Preparándolo todo con tiempo, el padrón y el registro cívico, sorteando las mesas de modo que los escrutadores fueran nuestros, y contando con los jueces provinciales ó federales para el posible caso de un juicio. En aquella época no hubo sino un juez que se atreviera á desafiar al poder, pero su derrota fué completa, por el momento, aunque hoy todos lo consideremos como ejemplarísimo y muchos hayamos contribuído á perpetuar en el mármol su memoria.

¿Diré, después de esto, que nuestro candidato á la presidencia resultó triunfante? No, ni he de contar, tampoco, el éxodo de sus conprovincianos que invadieron la capital de la República, convencidos de haber triunfado con él. Á mí mismo me dieron ganas de irme, y lo hubiera hecho, á ser de su provincia y de sus allegados. «No hay cosa mejor que tener buenas relaciones»—decía tatita. Pero era preciso esperar; estaba muy lejos de él, y no