nunca haría nada práctico ni serio, y que, cuando mucho, si su manía se agravaba, se convertiría en agitador lírico, en revolucionario de «ñanga-pichanga».
Cuando llegaban á sus oídos estas mis apreciaciones, ó no las creía ó no le importaban. Se encogía de hombros y no hacía comentario alguno.
Lo que le importaba era cierta visible distinción, casi predilección, que María Blanco me demostraba cuando la visitábamos juntos, pero era demasiado orgulloso para dejar ver á las claras su despecho. Cuando nos encontrábamos solos, por casualidad, pues yo no lo buscaba nunca y él no parecía muy interesado en frecuentarme y reanudar los antiguos paseos y comidas selectas, conversábamos un rato, pero jamás hizo alusión á María, como si aquella competencia iniciada entre ambos, no existiese en realidad. Pero se le veía más reconcentrado y melancólico que antes, y pasó por una crisis de inercia en la Legislatura, á cuyas sesiones asistía apenas, y siempre en silencio, como medio dormido. Su despecho sólo se manifestó una vez, y eso indirectamente.
—Contigo—me dijo,—soy como el perro danés que se crió con un cachorro de tigre. Eran amigos, hermanos, pero un día de hambre ó de fiebre, el tigre devoró al danés. Tú me devorarás, también, si llega el caso... Y puede que llegue...
Bien sabe Dios que esta profecía pesimista no se ha realizado nunca. Dar una dentellada ó un zarpazo, para abrirse camino, será ofender, si se quiere, pero no devorar.