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creyó siempre debido á mi iniciativa. Pero en la Legislatura no lo aguardaba el papel que él se había soñado gracias á mis sugestiones. Lejos de ser el «leader» de la Cámara, nadie le hacía caso ó poco menos. No estaba la provincia para principismos, doctrinarismos ni teorías sacadas de los librotes. Allí se debía gobernar y legislar «á lo que te criaste», sin meterse en novedades ni en honduras. Sus proyectos pasaban, pues, á comisión, para dormir el sueño de los justos, pese á sus reclamaciones, y en cuanto pronunciaba un discurso algo avanzado, poco faltaba para que lo acusaran de traidor al partido, y por consiguiente, á la patria, y para que le hicieran una zancadilla que lo echara á rodar fuera de la Legislatura. Hasta le enrostraron su elección, hecha entre gallos y media noche, ellos que también eran representantes del pueblo por arte de encantamento, diciéndole, no sin razón, que aquello no estaba muy de acuerdo con su principismo. Pero intervine yo, y á ruego mío, el gobernador, considerando ambos que es más prudente dejar tranquilo al león que duerme, y que Vázquez, en defensa propia, podía causarnos mucho daño, aunque cayera al fin. No hice esto, debo decirlo, por generosidad de alma, sino porque realmente lo creía de buena política. Aunque me convenía que conservara un puesto que yo podía considerar feudo mío, y reclamarle en un momento dado—sin temor de que se negase á restituírmelo,—no me preocupaba mucho, sin embargo, de sostener á Vázquez; por el contrario, desde que conocí á María Blanco, sentí contra él y como por instinto, una especie de inquina, que me obligaba á hablar desdeñosamente de sus méritos, de su inteligencia y de su utilidad, diciendo, por ejemplo, que era buen muchacho, pero un loco, un soñador, un hombre que