á los vivientes, que incomodan ó pueden incomodar, y divinizar y eternizar á los muertos, incapaces ya de molestar á nadie. Á los que parecen á punto de triunfar se les opone, por añadidura, los que comienzan; y éstos, á su vez, ya cerca del triunfo, se ven substituídos por los que fueron y no serán ya, y por los que, como ellos, serían posiblemente... si la serie no estuviera constituída en forma de cadena sin fin... En mi caso, se sacó á luz mi «olvido» de renunciar á la diputación, y el hecho inconcebible de que siguiera recibiendo la dieta, mientras cobraba también mi sueldo de jefe de policía, y «otras gangas». No tardé en darme cuenta del fondo de la intriga. Algunos correligionarios, asustados de mi creciente influencia, de mi elevación inusitada, habían buscado un competidor que ponerme delante, pero un competidor á su juicio más fácil de dominar que yo, si acaso alcanzaba el triunfo—error inevitable, alucinación en que caen los imbéciles que resultan derrotados ó sujetos á una fuerza mayor,—y habían dado con el flamante doctor, honra de su provincia, con mi amigo Pedro Vázquez. Así, los enemigos, por dar un mal rato al Gobierno, y los amigos por darme un mal rato á mí, recordaron en un momento dado que había una representación virtualmente vacante.
Mis competidores veían en Pedrito, al universitario teórico, que derramaría su elocuencia sin pedir nada en cambio, y que se dejaría llevar en la práctica por las narices; considerábanle, pues, mucho más conveniente que yo, que «no daba puntada sin nudo», y que utilizaba mis puestos sacándoles bien «la chicha».
El gobernador Benavides, traído y llevado por los politiqueros, no tardó en convenir en que era necesario quitarme la diputación y dársela