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un ojo, y que, gran conocedor del corazón humano y sus flaquezas, no dejaba ver nunca, en la intimidad, si hablaba en serio ó si estaba «gozando» á su interlocutor. Nadie le hubiera reconocido diez ó veinte años más tarde, pero entonces era, no sé si instintiva ó rebuscadamente, el tipo del gaucho refinado hasta el extremo de ocultar casi completamente su procedencia, que apenas se revelaba—pero se revelaba al fin,—entre otras cosas, en su afán de contar y escuchar anécdotas, así como sus antepasados se complacían en las interminables «payadas» y en los cuentos del fogón. Ahora que lo pienso mejor, creo que lo hacía de propósito, para demostrar más á los porteños su carácter genuino de «hijo del país», y hasta sentiría ganas de agradecérselo. Me sorprendió que me conociera de nombre—sin caer en la cuenta de que todos estos personajes tienen quienes los informen momentos antes de recibir una nueva pero anunciada visita,—de que supiera lo poco que había hecho yo hasta entonces, y de que me hablara de tatita como de un viejo amigo con quien había hecho no sé qué campaña, creo que la del Paraguay, cuando él era simple teniente. Su acogida me llenó de satisfacción: no me había recibido como á un cualquiera, sino demostrándome un grande aprecio y una gran confianza en mi porvenir, casi prometiéndome toda suerte de distinciones.

Creí tener el mundo en la mano, pero no tardaron en decirme que el presidente era igual con todo el mundo, y que lo mismo hubiera tratado á su peor enemigo. No lo quise creer. ¿Cómo, entonces, tenía tantos amigos y tan decididos partidarios, en un país que, si ha heredado mucha parte de la hidalguía española, ha heredado ó ha aprendido también, de los indios, la sagrada fórmula de «dando, hermano,