Banco y edifiqué algunas casas en los puntos más cercanos á la plaza pública, cercando de adobes ó con cina-cina lo demás, á la espera de época más propicia. Como me quedara algún dinero disponible, poco á decir verdad, quise amortizar mi deuda con Vázquez, y fuí á verle, llevándole un cheque de cinco mil pesos.
—¡No seas tonto!—me dijo.—Yo, por ahora, no necesito esa platita. Ya le pagué á mi pariente, y no me hace falta para nada. Cuando la necesite, te la pediré, y me la pagarás toda junta. Ahora, mientras no arreglas tus negocios, á ti te hace más falta que á mí. Lo único que te pido es que si me ves en un apuro y puedes hacerlo, no dejes de devolverme esos cuatro reales, con tanto gusto como yo te los he prestado.
—¡Oh, de eso podés estar seguro!—exclamé.—¡Aunque tuviera que quitarme el pan de la boca! Resueltas las cosas en forma tan halagüeña, no pensé sino en concederme unas vacaciones, tanto más cuanto que el país estaba tranquilo, tascando un freno que á las veces le parecía duro, pero sin poder sacudirlo, ni siquiera «corcovear», como hubiera dicho don Higinio.
Y fuí á divertirme en Buenos Aires, á donde afluía entonces, más que nunca, todo lo que las provincias tienen de brillante, como nombre, como fortuna ó como posición política.
Como la primera vez, después de «despuntar el vicio», concurriendo á teatros y otras diversiones menos inocentes, visité á mis amigos y parentela, y, por último fuí á reanudar mis útiles relaciones oficiales, y á anudar otras nuevas, sobre todo la del Presidente de la República.
Tratábase esta vez de un hombre joven aún, muy criollo y socarrón epigramático, que guiñaba siempre imperceptiblemente