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íntegros de generación en generación como en Inglaterra y algunas partes de Alemania. Ni tampoco hay para qué, porque los medios de hacer fortuna suelen ser muy otros.

En fin, terminada mi campaña, me marché de Los Sunchos no sin tener que soportar antes media docena de banquetes y tertulias con que mis convecinos me agasajaron, convencidos ya de que yo les hacía efectivamente honor, y olvidados de mis antiguas hazañas de pillete imitador de mosqueteros, contrabandistas y bandidos.

Pero, como había salido de la ciudad en viaje de inspección á las policías de los departamentos, no podía dejar de visitar, siquiera por fórmula, la Comisaría de Los Sunchos, que seguía rigiendo mi viejo amigo don Sandalio Suárez, el más asiduo de los concurrentes á todas las manifestaciones de simpatía que se me habían hecho.

Á la primera ojeada, comprendí que don Sandalio se «comía» veinte vigilantes, es decir, que sólo tenía la mitad del personal señalado en el presupuesto, y que el sueldo de la otra mitad servía para aumentar decorosamente sus modestos emolumentos. Y, cuando pasé revista, me divertí mucho viendo la cara que ponía al escuchar estas observaciones:

—¡Pero, don Sandalio! Ésta es demasiado poca gente para un departamento tan grande como Los Sunchos. Habrá que aumentar el personal. ¿Cuántos hombres tiene?

—Oh, no es necesario aumentarlos—contestó apresuradamente, rehuyendo la cifra acusadora.—Estos son bastantes.

—Pero, ¿usted me «garante» la situación de Los Sunchos con estos cuatro gatos, don Sandalio?—insistí.—¡Mire que ésta es una de las policías más pobres!...

—¿Que si la garanto? ¡Ya lo creo! Dejá no