melindres, y antes de que me hubiera atrevido á hablarles claro, comenzaron á debatir la cuestión á cartas vistas, con tanta libertad como si se tratara de la más lícita de las compraventas.
En suma, que me sacaron un buen pedazo de terreno, y unos cuantos «lotecitos» para Miró, tesorero municipal, Antonio Casajuana, hermano del presidente de la Municipalidad, mi antiguo jefe, y varios miembros del Concejo, cuyos votos había que conquistar. Accedí á todo, que no era mucho, en la relatividad de las cosas, si se tiene en cuenta que yo les daba terrenos casi sin valor, que ellos me retribuían con dinero, ajeno si se quiere, pero contante y sonante. En efecto, la Municipalidad iba á pagarme á elevado precio la superficie de las calles que duplicarían, precisamente, el valor de mis solares.
Tuve que vencer otra resistencia más grande:
la de mamita, que no quería por nada ni que se dividiera la propiedad, ni mucho menos que se sacara á la venta una parte de ella, como era mi proyecto. Quería conservar la chacra tal y como era en vida de su marido, y toda modificación le parecía un crimen.
—¡Pero si todo es tuyo!—exclamaba.—Espérate á que me muera, y lo tendrás, como lo tienes desde ahora, pero no para fraccionarlo ni para tirarlo á la calle. ¡Fernando no hubiera vendido ni dividido jamás la chacra!...
—¡Si le convenía, sí, mamita; no lo dude! Sólo después de discusiones interminables, conseguí que consintiera en pedir la división judicial de condominio. De otra manera, siempre me hubiera sido imposible realizar el negocio tan hábilmente planteado. El sentimiento es mal consejero en países así, como el nuestro, donde los grandes patrimonios no pueden pasar