—¡Ahora no lo dejan á uno dar ni siquiera un paso, esos indinos!—exclamó Guerra.
—¡Vaya, don Temístocles! ¡Vaya, don Sócrates!—dije, riendo irónicamente.—¡Si la oposición pide á gritos la apertura de las calles! ¿Ó es que me quieren tomar de ahijado? Casajuana, el más ladino, se apresuró á contestar, teniendo ya, sin duda, preparada la objeción...
y un rosario de objeciones más, si no veía claro su provecho:
—¡Ah! pero los opositores alegan que el terreno de las calles es de propiedad municipal, y que debe volver gratuitamente al municipio.
—¿Cómo así? ¡Qué disparate!—protesté.
—No dejan de tener en qué fundarse. En el plano primitivo del pueblo, que existe en los archivos, las calles aparecen abiertas en toda su extensión.
—Ni aunque así fuera—objeté.—Siempre faltaría saber si el derecho de propiedad no es anterior á ese plano.
—La escritura es posterior—dijo don Sócrates.—Yo mismo he comparado las fechas. Y lo que «embarra» más las cosas, es que se trata de terrenos vendidos por la misma Municipalidad.
—¿Con obligación de abrir las calles?
—Eso cae de su peso. Además, ahí está el plano.
—Habría que ver la escritura, que seguramente no habla de las calles... Y, en último caso, no sé á qué viene ese plano en los archivos...
Allí no hace falta.
Y buscando los eufemismos más hábiles, las «agachadas» criollas, toda la dialéctica de que era capaz, les insinué que les daría una amplia participación en el negocio, si eran bastante «gauchos» para allanar esas dificultades y otras que pudieran presentarse. Como riéndose de mis